por François Bernadi
El Güito entró en el cuarto de Morente. Atravesó el salón de la suite con paso lento. Al llegar junto a la chimenea de mármol, se dio la vuelta para mirar a la gente, sentada en un silencio triste. Con Enrique estaban Antoñito Montoya, Montoyita y Ray Heredia. También estábamos el gran guitarrista Paco Cortés y yo.
Habían llegado el día antes a New York para un festival de música latina. Formaban parte de un grupo de artistas flamencos seleccionado por el gobierno español.
En su primera noche, habían juntado dinero para ir a comprar algo “bueno”en Harlem. Allí no habían encontrado lo que querían, pero en cambio sí una pistola en la cara y la orden de volverse por donde habían venido. El precio del pasaje de vuelta era todo el dinero que les quedaba. Y ahora estaban sentados en el salón, sin un duro.
Enrique me había llamado para que nos viéramos. Les iba a llevar de gira por la ciudad.
Antoñito me pidió un favor:
– ¿François, dónde puedo encontrar una pistola? En Nueva York no puede ser muy difícil. Tengo que volver a Harlem…
– La verdad… que no sé.
– Mira, tengo sueño, hambre y frío, pero…
Alguien llamó a la puerta. Entró una persona que conocía sólo por las películas: era Cristina Hoyos. Hizo el mismo recorrido que el Guito pero con una botella de whisky en la mano. Al llegar a la chimenea, se acodo sobre el mármol. Levantó la botella para beber un traguito y nos miró sonriendo.
El Güito puso un paquete de dólares sobre la chimenea y le dijo a Enrique:
– Me han dicho lo que pasó. Ya nos arreglaremos en Madrid.
Los dos genios del baile salieron tranquilamente del cuarto. Cerraron la puerta y me pareció oír carcajadas que procedían del ascensor.