COSTA DEL SOL 1936 – 1973

por Clotilde Bernadi Pradal

Traducido del francés por Ana González Bravo

Pronto nos hundiremos en las luces calientes1, podríamos decir parodiando Baudelaire. El flujo de turistas, cada vez mayor, invadirá las bellas costas de la Península Ibérica, especialmente sus lujosos hoteles donde se habla también español. Chucrut, hot-dogs y steak-frites se sentirán completamente a gusto con la paella y el gazpacho, y la Coca Cola fluirá sin complejos al lado del priorato y de la manzanilla.

¡Costa Brava!, ¡Costa del Azahar!, ¡Incomparable Costa del Sol!

En el camino que ronda desde Almería a Málaga serpenteando entre las montañas y el mar, “había una vez ,como en un cuento de hadas, un pequeño pueblo somnoliento y estirado, como un gato bajo el sol: Aguadulce. Debe su nombre a una fuente, al pie del acantilado, que entre las rocas mezclaba sus aguas, muy puras con la espuma de las olas y las algas mecidas, que desprendían su olor a yodo en los atardeceres. Y era en la oscuridad de las tardes que las mujeres de la casa, con sus cántaros de barro rojo en la cadera, se iban a la fuente a paso lento, y nosotros, los niños, las seguíamos con alegría. Este paseo era como un ritual. Era un largo camino porque nuestra casa y la fuente, estaban en los extremos opuestos del pueblo.

Pasábamos junto a la tienda de comestibles de Don Emilio, un gran edificio elevado que se alcanzaba por unos escalones de piedra muy gastadas. La tienda era el antepasado de los actuales “drugstores” con todos los bienes “indispensables”, es decir, rollos de cuerdas olorosas, ramas de ajo, paquetes de velas, barriles de arenques, latas de carburo, bolsas blancas de las cuales se escapaba una harina de maíz tan bellamente rojiza, y tantas otras cosas, todo dominado por un fuerte olor a bacalao.

Aún más lejos, a lo largo de la carretera, estaba la tienda rival de comestibles, más grande, más oscura, más sucia, oliendo a vino, aceite de oliva y chorizo. A su lado, estaba la antigua posada con una puerta grande, en forma de arco, blanca de cal, con suelo de grandes piedras lisas. Había dos muchachitas bonitas y frescas, la madre grande y sonriente, y el gran establo, pero ahora vacío de caballos.

Finalmente, llegábamos al camino de tierra que, a nuestra derecha, bajaba hasta el mar. Allí comenzaba nuestra aventura, la que habíamos esperado, y se renovaba cada atardecer.

A mitad de camino aún en la colina, y frente al mar, excavada en el monte y más abajo de la carretera nacional, estaba la cueva de los gitanos. Había muchas personas viviendo allí, varias familias  sin duda, aunque no siempre las mismas: probablemente era una estancia donde, tras una ausencia prolongada, volvíamos a ver siluetas familiares regresadas de no sé qué misteriosas expediciones.

 “- ¡Los niños, quedaros cerca de nosotros! Y no los miréis! ¡Que os pueden echar el mal ojo!”  exclamaba Lorenza. Y cada noche nos tocaba oír espantosas historias de abducción de niños por los gitanos, para hacer negocios y venderlos a enfermos, cuya única salvación era la grasa caliente de unos niños degollados, etc. Lo sabíamos todo de memoria, pero todavía lo escuchábamos con un temor delicioso.

 Las gitanas estaban ocupadas en torno a varios fuegos, en los que hervía, me pregunto qué alimentos, porque nunca encontramos alguna gitana en una tienda de comestibles. Vestidas con colores brillantes, faldas largas, oh! tan codiciadas,  hablaban “caló”, y permanecían absolutamente indiferentes a nuestro paso. En el fondo, apoyados en la roca, o sentados en el suelo, los hombres fumaban con aire ausente, algunos inclinados sobre sus guitarras, dejaban escapar distraídamente acordes que penosamente se abrían camino entre los gritos de los  pequeños que correteaban desnudos, y el charloteo de las mujeres.

A pesar de las advertencias de Lorenza, yo me quedaba atrás un momento para mirarlos, confusa. Recuerdo las brasas de los cigarros en sus dedos, la sombra y brillo de aquellos ojos, que nunca me han visto. Yo sabía que entre esos hombres estaba Santiago, el único gitano que se mezclaba con la población del pueblo y del que sabíamos su nombre. Flaco, menudo, de piel muy oscura, zapato negro de tacón, tuerto, la guitarra colgada del hombro, con la que tocaba flamenco, y algunas noches incluso bailaba para los pocos clientes del “Café Moderno”, en el que éramos tolerados, porque, no éramos niños del pueblo. Íbamos hasta allí en secreto, con algunas monedas robadas de algún bolsillo extraviado, y nos bebíamos con gran seriedad, un  licor de menta, que el posadero no tenía derecho a servirnos. Santiago me fascinaba y me aterrorizaba a la vez.

Junto a la gran cueva, en una oquedad de la misma,  estaba sentada la gitana loca, “la loquilla”.  Solía venir por aquí con regularidad. Era la única que nos prestaba atención. Nos miraba con sus ojos perdidos, nos sonreía con una sonrisa atroz y nos dirigía palabras ininteligibles. ¿Qué edad podría tener? Veinte, tal vez. Rodeada de montoncitos de tela que cortaba en tiras y luego ataba a su cabello negro, despeinado y polvoriento. Con maestría, rompía pedazos de viejos botijos que hacía deslizar entre sus dedos y manejaba con voluptuosidad, produciendo el sonido de las mejores castañuelas.

Después de mojarnos los pies entre la fuente y las olas, nos subíamos lentamente por la costa. Habiendo atardecido, nos quedábamos prudentemente cerca de las mujeres. Burros magros, tristes como todos los burros, dormían de pie, frente a la cueva cuya vida me fascinaba. Me giraba largo tiempo para mirarla, mientras caminaba agarrada a un pedazo del delantal negro de Lorenza.

En casa, mi abuela Clotilde me atraía a ella, olfateándome, – ¡que tenía un olfato tan agudo como el mío! – y se indignaba:

   – ¡Hueles a “zorruno”! ¡Otra vez te has acercado a los gitanos! ¡Acabarás por tener piojos o ser secuestrada!

Y su ira se dirigía hacia Lorenza, que se justificaba diciendo que yo era una rebelde y una loca por estar interesada en los gitanos, y que no me cuidaría más. 

Todas las tardes, sin embargo, regresábamos a la fuente.

El olor a “zorruno” es muy especial y difícil de definir. Viene del humo, del fuego, de la madera sucia o enmohecida por el mar, de los adornos, de la pobreza… ¿Que sé yo? Tiene un toque de animal salvaje (de ahí tal vez el nombre “zorruno” de zorro), igual que algunos perfumes de lujo tienen puntadas de jazmín o clavo. El hecho es que se impregna con tenacidad al pelo, a la ropa, a las piedras, de modo que mucho después de la visita de los gitanos a un lugar, se puede decir que huele a “zorruno”.

Siempre he sido aficionada a los perfumes, desde el olor de la tierra mojada después de una tormenta, a las esencias más sutiles de los perfume franceses -los mejores del mundo -, pero, sobre todo hoy, daría todo Balmain,  todo Dior, todo Piguet, por este olor a “zorruno”, que probablemente, no encontraré nunca más.

Con sus casitas blancas o de colores suaves, alineadas de cada lado de la carretera bordada de falso pimenteros, sus minúsculos campos de alfalfa, maíz, tomates, todo parecía limpio y ordenado en Aguadulce, cuya extrema pobreza no sospechaba. Empecé a pensar en ella sólo después de escuchar fragmentos de conversación entre mi madre y Frasquita, una mujer con varios hijos, viuda de un hombre que fue sofocado por vaciando de un pozo negro – era su oficio.

– Y como me pedían pan y tocino, tomé el pan separé la miga de la corteza. En primer lugar, les entregué un trozo de corteza y les dije: “Este es el pan.” Entonces distribuí la miga, diciendo: “¡Y aquí está el tocino! Ahora siempre será así.”

O bien :

   – Ellos no querían la sopa que era solo agua salada caliente con unas gotas de aceite y coloreada con pimentón. Yo los convencí, “¡Pero a ver! Es el “Caldo con nene”. ¡Se ven bien en el plato! Les hizo gracia a absorber su propio rostro convertido en líquido, y verlo disminuir cucharada a cucharada, hasta que desaparece. Y ahora, casi se ha convertido en juego.

Frasquita nunca sonreía. Era delgada al extremo, grande, arrugada, aunque todavía joven, y, por supuesto, vestida de negro de pies a cabeza: nunca la vi sin su pañuelo de satén negro atado apretado debajo de la barbilla. Su hija mayor, Lorenza, había entrado al servicio de mi abuela. Lorenza era de hecho el tipo andaluz, muy morena, grande y un poco fuerte, le encantaba reír, a la desesperación de su madre que le había prohibido cantar porque “una mujer honesta debe llorar por su padre durante ocho años “. Por la tarde, cuando las mujeres de la casa estaban sentadas a la sombra de la pimienta con su trabajo – me gustaba hacer puntos de cruz – Lorenza cosía grandes bandas negras sobre su ropa interior y sus sujetadores de algodón color púrpura.

Ahora entiendo a que punto este pueblo debía ser pobre: sin agua, excepto por su fuente, sin ganado, con campos de cultivo grandes como pañuelos. El monte rocoso rodeaba Aguadulce, que era su presa.

Nuestra casa, la última del pueblo a la izquierda de la carretera yendo a Málaga, era una casa grande pero modesta, atrapada entre el mar y las montañas. Bajábamos a la playa por un camino bordeado a la derecha de madreselva y heliotropo de múltiples colores y extraño perfume. Del otro lado se alineaban los campos pañuelos de, maíz, alfalfa, caña de azúcar, remolacha, tomates, pimientos, bajo la sombra de las parras cuidadosamente trabajadas a mano.

La playa estaba desierta. La gente del pueblo no iba nunca e incluso los pescadores se veían muy poco. Tenía un aspecto tropical, con sus bambús y palmeras, el agua nunca estaba fría. Pasábamos largas horas bajo el sol y toda la familia estaba de acuerdo que yo estaba nadaba como un perro, lo que me molestaba mucho. Dos acontecimientos marcan mis recuerdos de aquellos días felices. Uno de ellos, fue la extraordinaria pesca que hizo la tía Julia, buena nadadora: a unos 30 metros de la orilla, se libró en el cuerpo a cuerpo con un enorme mero de 11 kilos, herido, para finalmente traerlo a la casa donde hicimos una fiesta inolvidable: de la mar el mero y de la tierra el Carnero dice el proverbio.

El otro acontecimiento, fue un día ver llegar en una barca que realmente no parecía demasiado estrecha, un alemán rubio, bronceado y delgado que navegaba, al parecer, toda la costa de Europa en su lancha frágil, donde llevaba un pequeño equipaje. Kalín estudiaba alemán en la escuela secundaria y fue el único capaz de comunicarse con el extranjero cuya presencia era insólita en estos lugares.

Se tomó  una gran amistad por mi hermano e insistió mucho en llevarlo con él. Nuestra madre se negó, obviamente, pero la idea de que Kalín podía irse con este desconocido me torturó horriblemente, y por eso este pequeño evento se ha mantenido muy vivo en mi memoria.

Hacia el norte, sólo la carretera y de cobertura de pimienta loca nos separaba de la garriga que se extendía plana sobre dos kilómetros hasta el cementerio. Después, empezaban las quebradas inextricables con grandes higueras y adelfas gigantes que parecían extraer inexplicablemente su savia de las piedras carbonizadas. Las gargantas se hacían cada vez más profundas y estrechas a medida que la montaña crecía.

Nosotros, los niños, nos aventurábamos a menudo en estos desiertos perfectamente silenciosos. El aire estaba ardiendo. Aquí y allá, una cueva evocaba unos tiempos que sitiábamos mal, pero de los cuales habíamos oído muchas historias interesantes. Con el corazón apretado, temblorosos, íbamos penetrando en estos enormes huecos, deseosos de encontrar algún vestigio de los bandidos que una vez hicieron aquí su guarida y que han hecho correr tanta tinta, incluso de parte de escritores franceses como Prosper Mérimée, Théophile Gautier y Edgar Quinet. Estábamos listos para oír sus cabalgadas silvestres y ver aparecer sus siluetas con sombreros “calañés” y armados con sus inseparables trabucos.

Estos típicos fuera-de-la-ley andaluces cuyos cabezas de fila todavía están muy presentes en el imaginario popular: Diego Corrientes, Luis de Vargas, José María El Tempranillo, etc. tenían la característica de robar a los ricos para ayudar a los pobres.

Hoy, creo que eran hombres conscientes de la injusticia social que prevalecía en su país, y que se rebelaron, pero aislados e ignorantes, no tuvieron más remedio que huir a los montes. Merecerían que se les dedicara un estudio, y tienen derecho, creo, a una rehabilitación y a que su designación como “bandidos” sea por lo menos modificada a… digamos … “justicieros”. fatuos2.

Después de estos paseos, volvíamos a casa, muertos de cansancio, cuando el sol empezaba a declinar. Apurados, pasábamos de prisa, a largo de la pared de este cementerio aislado en medio de la garriga, cementerio donde algunas noches veíamos bailar las luces de los fuegos fatuos2.

Caminábamos los últimos kilómetros despacio, tranquilizados por la vista de la casa, en el fondo, pequeñita, evitando de hacernos daño en  los pies con las feroces “rascaviejas”, temiendo el encuentro con el escorpión o la tarántula y tomándonos todavía  tiempo para buscar debajo de las matas de tomillo, caracoles y “chapas”. Estas ultimas son un tipo de caracol de forma aplastada, que parecen fósiles. Están en peligro de extinción, y se encuentran solamente en esta parte del monte andaluz. Yo estaba feliz de ver algunos ejemplares en el Museo de Historia Natural de Toulouse.

Finalmente, llegábamos a la casa donde mamá estaba esperando sobre una pequeña terraza completamente cubierta de jazmín. Mamá nunca nos regañaba por llagar a estas horas extravagantes: nos servían la comida sin hacer comentarios, cosa que hoy me parece bastante sorprendente.

Aguadulce tenía su fiesta anual, la de su patrona: la Virgen del Carmen. Las celebraciones eran muy simple: un par de coronas, algunos músicos en frente del albergo, pequeños estancos con dulces como la calabaza confitada (que mi hermana Kalinka adoraba, para mi gran sorpresa), un comerciante de hielo, y los nuevos vestidos de las chicas que paseaban por la carretera brazo con brazo, fingiendo indiferencia a  los piropos o las invitaciones de los jóvenes.

Así comenzaba el verano de 1936, que se anunciaba para nosotros como todos los veranos anteriores …

El 18 de julio, el levantamiento militar derrocó a toda España. A la prefectura de Almería, unos hombres, se enfrentaron al general de la región y al comandante de la Guardia Civil. La situación parecía desesperada para los republicanos cuando se vio con una esperanza mezclada de miedo, entrar en el puerto de Almería un buque de guerra, “El Lepanto”. Estaba mandado por un capitán de corbeta que, habiendo apuntaron sus cañones hacia los cuarteles convocó enérgicamente a los insurgentes a levantar la bandera blanca. Después de unos minutos, largos como siglos, el indicador se elevó lentamente hacia un cielo tan azul: Almería permanecería republicana tres años más. Málaga lo sería por algunos meses. No fue lo mismo para Granada, donde la derrota del gobierno condujo a una horrible matanza de la cual no escaparía Federico García Lorca.

Así que el frente se estableció entre la provincia de Granada y las de Málaga y Almería. Nuestra carretera de Aguadulce, tan tranquila, ahora se convertiría en una pequeña parte de la escena en la cual se iba a desarrollar la tragedia española.

El Ejército Popular se organizaba con medios improvisados: dinamita de las minas, escopetas de caza, etc. Camiones cargados de hombres en monos azules atravesaban el pueblo en dirección al frente. De pie, apretados unos contra otros, los hombres cantaban con alegría:

Si me quieres escribirme
Ya sabes mi paradero
En el frente de Motril
Primera línea de fuego.

Al principio se detenían para beber en la posada, después, no sé exactamente por qué tomaron la costumbre de parar a nuestra casa, donde un enorme botijo blanco, lleno de agua fresca, se mantenía constantemente en el murete que separaba la casa de la carretera. Kalín había escrito meticulosamente sobre el botijo tres grandes letras azules: U.H.P. por Unión Hermanos Proletarios. Este gran botijo, que desde entonces se designaba como el “U.H.P. “, se hizo muy famoso entre los hombres que iban o volvían del frente. No hay que olvidar que en España, especialmente en el Sur, los hombres beben agua de buena gana, probando, comparando con otras fuentes en verdaderos conocedores.

La exaltación y la ansiedad de estos tiempo afectaba también los niños; empecé a tener insomnios pensando en los relatos atroces oídos durante el día y ya no teníamos el corazón para bajar a la playa o perdernos en nuestras exploraciones románticas.

Una mañana, cuando el aire estaba extraordinariamente transparente, el mar liso, cuando el sol no calienta demasiado todavía, y que había una quietud casi angustiante, vimos a lo largo de la costa en la dirección de Almería una misteriosa nave negra navegando sin bandera. (Aguadulce está a ocho kilómetros de Almería y se podía ver perfectamente lo que estaba pasando.) Se detuvo delante del puerto e inmediatamente oímos explosiones terribles: acababa de bombardear las reservas de combustible, que se propagó el flamas sobre el mar convirtiéndolo en una insólita enorme hoguera que duro hasta la noche. El barco dio la vuelta lentamente sobre sí mismo y pasó tranquilamente delante de nosotros con una cadencia de crucero. En la playa, encontramos por mucho tiempo pescado cocidos, descoloridos, estos peces cuyos tonos tan vivos conocíamos bien.

No hablaba de regresar a Madrid para volver a la escuela. Para nosotros, las vacaciones se prolongaron y el clima, literalmente, era como verano cuando llegó la Navidad. Tuvimos nuestros primeras fiestas de Reyes Magos sin regalos. Recuerdo haber llorado, pero mamá, sin duda, era la más mortificada.

Algunos hombres heridos llegaron a instalarse en una pequeña casa en el pueblo. Salían a veces sobre la carretera y hablaban lenguas extrañas, tal vez francés, rumano, Letón? – Las Brigadas Internacionales habían reunido más de cuarenta nacionalidades. Se fueron poco después, sin haber establecido contacto entre ellos y la población. Junto con el explorador alemán, era la segunda vez que oíamos hablar extranjeros en Aguadulce.

Nuestras vida se habían vuelto confusa; No sé exactamente lo que estábamos haciendo en estos días. Todavía íbamos a la escuela, del pueblo, donde aprendimos que los pulmones eran dos masas carnosas de color rojizo, esponjosas, o cómo criar gusanos de seda. También hacíamos collages con papeles brillantes.

A principios de febrero, el tráfico hacia el frente se intensificó. Málaga sufrió la ofensiva italiana, vivida y muy tan bien contada por Arthur Koestler en su Testamento español. El éxodo hacia Almería comenzó. Continuamente, mujeres, ancianos, niños pasaban a pie, en trapos, doblados con hambre. Por la noche, grupos se paraba en una especie de almacén al lado de nuestra casa. Recuerdo que haber acompañado a mis tías que por las noches, a la luz de las velas – no teníamos electricidad – distribuían tazas de café humeante, pasando encima de cuerpos agotados, inmóviles, amontonados sobre el suelo de cemento. Estas escenas dantescas nunca dejaron de torturarme.

Fue entonces que nuestra salida de Aguadulce se decidió, muy rápidamente. Una noche nos hicieron levantar y montar en coches. Sólo había espacio para las personas. Papá era inflexible: prohibido tomar cualquier cosa. “Tereso” la hermosa paloma blanca, que vivía libre en la casa, tenía que quedarse allí, igual que “Vallejo” el conejo extraordinariamente gigante que queríamos y compartía nuestra privacidad.

No me resignaba a abandonar “Pecoso” este gato rojo y blanco, que por lo visto, tenía encantos secretos solo para mí, porque todo el mundo lo encontraba horrible y grosero. “Pecoso” importaba en mi vida. Lo escondí debajo de mi ropa.

Me empujaron en la parte trasera de un coche negro ya sobrecargado. ¡Ojala que “Pecoso” no maula! ¡No! También él se fue en silencio y triste de Aguadulce.

¡Costa del Sol! He recibido, en estos días, una postal de Aguadulce que representa un hotel de 4 estrellas. No es el único en la región, hay otro, más hermoso cerca de “nuestra” playa con bambús, donde Brigitte Bardot, al parecer, le gusta quedarse. Los turistas creen que finalmente han descubierto playas desconocidas donde restaurantes y comerciantes de mil cosas abundan por todas partes. Hay muchos edificios altos y modernos donde habían casitas cuadradas y blancas; todavía existe la posada, pero adaptada a los gustos modernos. Sólo la tienda de comestibles Don Emilio queda igual, último testigo de un tiempo cuando el consumo era sólo una necesidad, no un hobby o incluso un fin existencial.

Sobre lo que fue nuestra casa con jazmines y heliotropos se extiende un gran camping, “gran confort”, indicado en todas las guías. La garriga plana que se extendía desde la carretera al cementerio, se ha convertido, con la ayuda de métodos alemanes, en un verdadero valle frutero cubierto de tomates y pimientos. El monte se ha mantenido salvaje, y ha servido, como todo el mundo sabe, de escenario de westerns. Sergio Leone, en particular, fue capaz de extraer grandes efectos de su paisaje. La cueva de los gitanos está ahora desierta. Para ellos, se ha construido humildes viviendas que evitan que los turistas vean el disturbante espectáculo del troglodismo.

¿Cómo no alegrarnos de estos progresos a pesar de la nostalgia para lo que estos lugares representaron una vez en nuestra infancia de hijos privilegiados? Sin embargo, los otros niños, los que fueron alimentados con el “caldo con nene”, que fue de ellos en medio de de los nuevos residentes y sus diferentes idiomas? Ciertamente, en la sopa de sus hijos, hoy hay fideos. ¿Pero el progreso en sus vidas se relacionara con los enormes progresos realizados en su país?

Solo sé es que ya no van a buscar agua al pequeño manantial, porque tienen agua corriente en su fregadero, pero también porque esta agua una vez tan dulce, tiene ahora, se dice, un regusto amargo.


1 “Bientôt nous plongerons dans les froides ténèbres” Charles Baudelaire : Chant d’automne, 
Fleurs du mal

“Pronto nos hundiremos en las frías tinieblas”; Charles Baudelaire: Canto de otoño, Flores del mal.

2  Es verdad.