Cuando el corazón de la ciudad, tenía un alma.

por Clotilde Bernadi Pradal

Traducido del Francés por Ana González Bravo

Pues sí! Toulouse había sacado todas sus banderas tricolores en este precioso día de verano del 1939 cuando hicimos nuestra entrada en la “Ciudad Rosa”. Ciertamente, esta gran celebración no era para honrar nuestra llegada: pero eso daba lo mismo, Toulouse tenía un aire de fiesta que me impresionó, ya que las fiestas nos habían sido totalmente ajenas durante estos tres últimos años.

Cuando pisé por primera vez la tierra tolosana, era  plena tarde, en la acera de la calle Saint-Jérôme, frente al número 8. Se oía claramente la música de orquesta que venía del baile en la “Place du Capitole”. Aunque la toma de la Bastilla algo tenía que ver con nosotros también, no fuimos a bailar. Por la noche, se escucharon campanas que me pusieron muy triste.

El barrio St. George tenía entonces un alma que íbamos a ir descubriendo poco a poco. Naturalmente, los primeros contactos que establecimos sin dificultad fueron con los comerciantes. A pesar de que en la cercanía se daban los primeros grandes almacenes, las tiendas pequeñas también abundaban por esta área, especialmente a lo largo de la calle de “Saint-Jérôme », pintorescas y animadas.

La panadería “Salles”, se mantendrá inolvidable para aquellos que la frecuentaron: pequeña, aromática, ahí estaba la bienvenida cordial de un hombre con el corazón generoso que sería posteriormente valiente miembro de la Résistance. En la fachada de la derecha, porque la casa hacía esquina con la calle Paul Vidal, una pintura ingenua representaba un burro debajo del cual estaba escrito: Bien faire et laisser braire »: (Haced bien y permitir rebuznar). Señal un poco insólita para una panadería, pero el señor Salle debía tener sus razones para el exponerlo.

En la misma acera, la mercería, dirigida por una anciana sospechosa, era francamente anacrónica y además desprendía un olor desagradable.

“Monsieur Jean”, el barbero, era jovial, hablaba de política, “tertulia de peluquería” ayudado por su esposa, rubia oxigenada, opulenta, servicial, alegre, que manejaba la maquinilla de afeitar con destreza. Frente a las ventanas en arco de nuestras dos habitaciones amuebladas, estaba el taller-tienda del fontanero M. Aversencq, su esposa de pelo canoso, era buena, sencilla y  con una cierta timidez. Guardo un recuerdo conmovedor de las cuantiosas veces, que tomándome de la mano, me hacía subir a un apartamento anticuado, para darme dulces y también un pequeño vaso de aguardiente de ciruela, sin intercambiarnos una palabra, (y con razón), pero con gestos dulces que calentaban mi corazón.

Sería demasiado largo hablar de cada uno los numerosos comerciantes. Había diversas tiendas de comestibles donde yo practicaba el descifrar con diligencia los paneles publicitarios y las marcas de los varios básicos: carnicerías, una lechería, un negociante de vinos, una pastelería bastante elegante pintada en verde manzana, dos lavanderías que exhibían en su modestitos escaparates manteles de encaje con los pliegues impecablemente almidonados, completamente anticuado hoy.

También había tiendas de antigüedades, pequeños restaurantes, comerciantes de ropa, la papelería “Chez Falandry” adonde iban los niños corriendo a la salida de la escuela… qué  más?.

Todo un mundo animado, viviendo en buena armonía, al que se añadían cada mañana muchos vendedores ambulantes que ensalzaban los méritos de sus productos con gritos muy especializados, que nos recordaban mucho a nuestra España, de antes de la guerra.   La florista, situada en la esquina de la calle Saint-Antoine-du-T, proponía en voz alta sus bonitos ramos, mientras que el vendedor de requesón y harina vagaba sin cesar por las calles donde los vehículos motorizados resultaban sumamente raros, como lo demostraba el arreglador de colchón instalado aquí o allí, o yo, que me iniciaba con la bicicleta, sobre un armatoste para hombre, que me habían regalado unos vecinos.

Alrededor del mediodía, la voz temblorosa y patética de los cantantes en busca de  algunas monedas, reemplazaba los gritos de los comerciantes que comenzaban a retirarse. Con estos cantantes aprendíamos la melodías de moda sin entender las palabras la mayor de las veces. Cuando caía la noche, era la vendedora de periódicos quien animaba las calles con sus gritos un poco discordantes: ¡La Dépêche de las siete! ¡La Dépêche! .

Yo, oía “Ladepeceter”, preguntandome muchas veces  qué significaba.

Vuelvo a ver esta vendedora con su abrigo azul marino, pequeña y delgada, llevando sus  gafas  debajo de una gorra donde se leía en letras de oro: “La Dépêche du Midi”. Le daba el dinero y ella siempre me otorgaba un: Gracias, mi conejito, mi “petit chou”, o bien, mi pequeña cebolla, o mi pequeño cordero – yo no entendía bien. Estos nombres me parecen curiosos y divertidos. En España, a menudo se me ha llamado una joya, perla, tesoro, incluso reina. El orden de los valores definitivamente no era el mismo en ambos países, y de las palabras elegidas para la ternura,  prefería sin duda, las de la vendedora de periódicos, sintiéndome mas a gusto en la piel de un conejo que la de una reina.

Aunque había sido criada en Madrid en una institución piloto, donde el francés se iniciaba desde la edad preescolar, mi conocimiento de esta lengua era en última instancia muy limitada. Yo sabía decir: “El gato bebe su leche en el tazón”; cantar: “Cuando tres gallinas van al campo”, y no mucho más. Por lo tanto, tuve mucha dificultad para hacerme entender los primeros tiempos. Un día que iba a comprar pan rallado, lógicamente pedí pan en polvo. Todos se rieron en la panadería, pero me dieron pan rallado.

No tuve el mismo éxito cuando, después de haber ejercido largo rato para  pronunciar “–huevos-“, finalmente decidí ir, y  pedirlos a la lechera, . Volví a casa con … ¡un paquete de sal!. Cada mañana, cuando iba a buscar la leche[1],  siempre me sonreían con amabilidad. Mis errores no me acomplejaban, afortunadamente, y perseveraba en el estudio de la lengua francesa, negándome cuidadosamente a decir “birra”, “porta” o “carrota” como muchos de mis compatriotas.

La tensión en la política internacional se hizo más y más intensa. La guerra con Alemania era inminente: todo iba a empezar de nuevo …

Estalló la guerra. La vendedora de periódicos gritaba sus titulares, con evidente orgullo, y nos interesaba, pero con un cierto cansancio.

Diciembre llegó. Estábamos deslumbrados por todo el oropel llamativo desplegado en las tiendas mientras se acercaban las fiestas de Navidad. Era la primera vez en nuestra vida que hemos comprado y decorado un árbol de Navidad – en España, son los tres Reyes, que traen regalos el 6 de enero, y en nuestra casa, ese día había un gran banquete preparado con mucho amor por mamá. Ya nos estábamos afrancesando[2]. Para los más pequeños, hubo algunos juguetes y libros de la condesa de Ségur que no me gustaron.              Colgamos a las ramas del árbol muchos bastoncillos relucientes de azúcar de cebada,  y mandarinas.  En la “habitación amueblada”, oscura y estrecha, tuvimos una extraña Navidad. La felicidad de encontrarnos juntos, no borraba la tristeza del exilio, y la angustia de la enfermedad. El invierno se anunciaba muy frío. Las aceras estaban cubiertas de hielo.

El Comité de recepción de la ciudad de Toulouse había puesto a disposición de algunos exiliados un Cuartel  de Bomberos que estaba en desuso, en el 6 de la calle del Conservatoire. Nos mudamos allí al principio de 1940. Aunque el edificio era bastante ruinoso, estábamos muy contentos por encontrarnos allí con un verdadero apartamento, con cocina y ventanas que daban a la calle.

La mayoría de los apartamentos, algunos muy pequeños, a los que se accedía solamente por galerías exteriores que rodeaban dos pisos, y dos patios, húmedos y tétricos. Allí, hombres y mujeres se esforzaban a pesar de todo, en encontrar una apariencia de vida normal,  manteniendo un buen humor sorprendente, al menos aparente, explicado doblemente por el proverbio español  que dice: “cuando el Español canta, o está triste, o no tiene blanca”.

Los habitantes de las “barracas” se hicieron muy populares en el viejo barrio donde fueron una novedad e intensificaban la vida.

Los niños iban a la Escuela Central, donde maestros extraordinarios como el Sr. y la Sra. Fonvieille[3],  la Sra Cazaux los acogieron con solicitud. A pesar de las dificultades del idioma, muchos de estos niños, ayudados por estos competentes maestros, pronto se colocaron entre los mejores estudiantes. Pasó lo mismo con los mayores, menos numerosos, que fueron admitidos en la escuela secundaria. Algunos profesores de Toulouse los recuerdan aun.

 Los adultos se integraron de manera diferente. Tal médico,  se improvisaba  de profesor de matemáticas; un ingeniero se hacía camarero, un periodista se convertía en electricista, etc. Un maestro anciano,  que había tenido como alumno F. G. Lorca, pronto se animó a convertir su pequeño cuarto,  en taller de zapatero,  donde se arreglaban muy bien los zapatos, e incluso, donde se jugaban a menudo emocionantes partidas de ajedrez sin fin.

Al anochecer, muchos tenían el ánimo para vestirse lo mejor posible e ir a pasar la noche en el “Café des Américains”  cercano,  que tenía entonces una orquesta que presentaba “varietés”. Buscarían una atmósfera española, o sólo la tertulia que aseguraría quedarse despierto hasta muy tarde?.  El aislamiento,  tanto en la desgracia como en la alegría, es intolerable para los españoles.

Para mí, los límites de Toulouse eran los del barrio St. George. Nunca salía fuera de el. Con mis hermanos, a veces íbamos a pegar nuestra nariz contra la ventana de un taxidermista o, naturalista, en la calle Rempart-Saint-Etienne, impulsados por la curiosidad de todos los niños por el mundo animal. Plaza Lucas, lugar donde se fabricaban enormes señales para las fachadas de los cines, anunciando las películas de la semana. Era para nosotros un espectáculo ver de cerca Tarzanes; mujeres hermosas gigantescas; gánsters, animales salvajes pintados al aerosol con colores llamativos.

Algunas pocas veces, los chicos fueron a Cinéac, calle d’Alsace, donde los jueves se podían ver dos películas por la mañana. Las mujeres y las niñas tejíamos en punto de lana, pasamontañas para el ejército (nos pagaban ocho francos cada uno); también guantes, y  luego muchos residentes del barrio comenzaron a comprar nuestros trabajos. De todos modos, intentaba dedicar algún tiempo para aprender francés, con la ayuda de mi hermano mayor. La primera novela que leí fue “Graziella”. Lloré mucho por la muerte de la heroína. Luego vino “Estas damas de sombrero verde”, “Pablo y Virginia”, después no me acuerdo del orden de mis lecturas en este idioma que, sin que lo sospechara, casi iba a tomar el lugar de mi lengua materna.

Con la llegada de los refugiados del norte de Francia, fuimos ”invitados a salir de los cuarteles”.

La mayoría de mis compatriotas se fueron a México, o a Venezuela. Podíamos haberlo hecho también, pero teníamos entonces razones dolorosas para quedarnos en Toulouse. Así que, conseguimos encontrar un apartamento lejos del centro, en la carretera de Blagnac.

Nos despedimos del barrio St. George donde habíamos vivido una página de nuestra vida que nunca pasaría del todo.

Durante más de treinta años, he vuelto a menudo a deambular por estas calles, por estas pequeñas plazas, en búsqueda de un tiempo pasado que el tiempo borraba desesperadamente. Los comerciantes han desaparecido, o cambiado poco a poco, a continuación, fue el turno de las casas. Un día, de repente, me pareció encontrarme en una ciudad bombardeada: los escombros se amontonaban a los pies de secciones de pared que entregaban, sin vergüenza fragmentos de lo que fueron apartamentos modestos, inclusos miserables. Se ponía al descubierto las entrañas del barrio. Con tal rectángulo de papel tapiz se adivinaba que lo que había sido un dormitorio, en un rincón de azulejos la ubicación de un fregadero … ¿Cuantas vidas oscuras pasaron allí, sin coche, sin lavadora, sin alfombra sintética y sin TV en color, sin hacer caso de la producción de petróleo pero solidarias unas con otras, sabiendo al alcance de la mano -no importaba si sólo estaba vacía-  pero sabiendo sonreír?

En medio de esta desolación, se edifico rápidamente un enorme aparcamiento de pago a cargo de un policía privado (privado, sobre todo de cortesía). En tiempos de fiestas, filas de vehículos esperaban en las calles adyacentes la entrada tan codiciada.

He tenido la ocurrencia de detenerme largos ratos en la calle du Conservatoire, enfrente del numero 6. El primer patio ofrecía un espectáculo de lo más deprimente que no voy a detallar. Mirando hacia arriba a las ventanas del primer piso, me hubiera podido preguntar, como la cabra del M. Seguin, viendo su recinto desde de arriba de la montaña: ¿Cómo he podido vivir aquí? Pero no, yo sabía muy bien por qué y cómo había podido vivir en este lugar. Sólo pensaba que de estas ventanas podridas, una vez había escuchado con avidez las notas que se escapaban del conservatorio, había espiado el paso de los músicos y sus siluetas románticas, me había fijado durante largas tardes un estrecho y maravilloso pedazo de cielo azul.

Poco a poco, de los escombros de la zona de St. George empezaron a surgir magníficos edificios modernos, alegres y de muy buen gusto. Por un tiempo, fueron vecinos de las últimas casuchas, ofreciendo una vista insólita y algo trágica. Un día, el horrible cuartel de la calle del Conservatorio cayó también, y la propia calle desapareció para dar paso a un hermoso edificio, igualmente el “Café des Américains”, dio paso a un complejo comercial de lo más moderno. Estoy para el progreso, me gustan los nuevos diseños, las calles limpias, las amplias ventanas … Pero me pregunto porqué este nuevo tipo de vida se acompaña de un individualismo tan  feroz y de una deshumanización desgarradora . Porque es un hecho: en estos grandes conjuntos, la gente se ignora mutualmente, con pocas excepciones. Lo que se llama la “discreción” en las relaciones entre los seres de hoy es, en mi opinión, una indiferencia deplorable vis-à-vis del próximo, y los nuevos residentes del barrio St. George son definitivamente más ajeno de lo que fuimos, nosotros, en tiempos donde se comunicaba con sencillez, aunque no teníamos un lenguaje común. Tal vez, es también por esto que olvidando las calles sucias del pasado, las ratas de alcantarillado, las paredes desconchadas, los malos olores, me encuentro todavía buscando el 6 de la calle du Conservatoire, olvidando sobre todo que “la forma de una ciudad cambia más rápidamente, por desgracia, que el corazón de un mortal “[4].


[1] (Le lait) Leche es masculino en Francés.

[2] Fueron llamados “afrancesabamos” los españoles que, bajo la invasión de Napoleón, vivieron en buenos términos con el invasor. El término es peyorativa.

[3] Maurice Fontvieille murió poco después de la deportación. Los que tuvieron el privilegio de ser sus alumnos nunca lo han olvidado. Hoy, la escuela y la calle llevan el nombre del maestro desaparecido.

[4] “la forme d’une ville, change plus vite, hélas ! que le cœur d’un mortel” Charles Baudelaire : Le Cygne, Fleurs du mal

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